Repetidamente insistimos en lo
estratégico para los derechos humanos lo que significa el trabajo digno.
No es un secreto que para nuestro país falta mucho para alcanzar los términos
del trabajo decente, comenzando por los términos del subempleo y desempleo.
Pero
esto no sólo un asunto laboral. En concreto es un reflejo de los términos
excluyentes de la sociedad. Con todo y sus variantes, nuestra formación
económica-social tiene un perfil marcadamente neoliberal con importantes
implicaciones para nuestro comportamiento socio-cultural.
Desde
las innumerables personas a lo largo y ancho del país pasan con el trabajo
del día, del ganarse la subsistencia diaria, de lograrse un minimum
vital, hay que recordar que el mercado sólo va a crear aquellas fuentes de
empleo que puedan maximizar la ganancia del capital. De ahí que no funcionen ni
sean efectivos muchos esfuerzos de instalación de capacidades, de la llamada
responsabilidad social empresarial, de lo que imprudentemente se llama
formación de capital humano (las persona no son capital, son personas),
simplemente porque las aspiraciones de un trabajo digno y decente chocan con la
voracidad del capital y de la dinámica del mercado.
Más
todavía es importante señalar sus vinculaciones con la cultura de la violencia
y su raíz psico-social. Si la causalidad de la violencia reside en el factor
humillación e irrespeto, todo lo que provoque humillación e irrespeto, produce
violencia; todo lo que dignifique y promueva el respeto, previene la violencia.
Las condiciones limitadas para un trabajo digno, promueven un contexto
psico-social y cultural proclive a la violencia. De ahí también su reverso: la
procuración de condiciones dignas en el trabajo es condición inexorable para la
prevención de la violencia.
El
día del trabajo pués nos coloca más allá de las marchas y las proclamas, en un
momento de reflexión en torno al futuro del país, en cuanto al rumbo de su
modelo económico social que necesita ser cuestionado. Bajo las actuales
condiciones el país no es viable. Una sociedad que se rige exclusivamente por
el mercado y la ganancia como criterio social está condenada a la convulsión
social. La opulencia de uno pocos no sólo ofende al esfuerzo de trabajo de
muchos empobrecidos. Es que el nivel de opulencia no puede ser universalizable:
no está al alcance de todos. De ahí que tenga sentido la solidaridad, la
austeridad y los términos de lo que Ellacuría llama la civilización de la
pobreza.
Civilización
de la pobreza se opone a la civilización del capital. Debería ser el horizonate
por donde debemos movernos para la transformación del país.
Luis Monterrosa
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