Cuentan que un hombre consultó a una vidente su destino y supo que la muerte lo visitaría pronto. “No voy a permitir que me encuentre; huiré lejos de aquí”, se dijo a sí mismo. Angustiado, atravesó tierra y mar hasta llegar a otro continente donde cruzó ríos, montañas y bosques para encontrar una distante y casi inalcanzable cueva. “En este lugar tan lejano no me hallará la muerte”, pensó. Al ingresar a la caverna, se encontró con la última sorpresa de su vida. Sentada, tranquila, la muerte lo aguardaba. “Te estaba esperando; llegaste a tiempo”, le dijo y se lo llevó.
Los responsables de crímenes aberrantes y grandes violaciones de derechos humanos, permanecen protegidos cuando ellos o sus herederos detentan el poder. Mentira oficial, leyes de amnistía, procesos viciados, funcionarios comprados, inmunidades vitalicias, evidencias destruidas y testigos fallecidos, son algunas de las piedras con las cuales se levantan verdaderos muros de impunidad; lo hacen sobre la falsa creencia de que la verdad y la justicia nunca los podrán sortear.
Pero quienes colocan a las víctimas esos valladares llevan las de perder, pues la falsedad y la infamia
-por su misma inconsistencia y mezquindad- se desvirtúan y superan en la medida que, con el esfuerzo de quienes las padecen, asoman pinceladas de verdad y justicia.
Por eso, no hay que extrañarse tanto con el proceso abierto recientemente contra el general Carlos Eugenio Vides Casanova para deportarlo del territorio estadounidense. Este militar fue acusado allá por tres compatriotas que soportaron crueles torturas mientras él, durante una parte de la larga noche de violencia política y bélica que asoló el país, dirigía la desaparecida Guardia Nacional. El jurado lo declaró culpable en el 2002, junto al general Guillermo García, por no haber impedido los tormentos que sufrieron estas personas civiles e indefensas. Pese a que ambos oficiales retirados apelaron, el fallo fue ratificado en el 2007. Esa condena y otras por venir, son del todo previsibles al tener la certeza -por ser irreversible e irremediable- de que la justicia prevalecerá siempre sobre cualquier intento de evadirla.
Con esa sentencia, irónicamente pronunciada en el país cuyo gobierno fue el principal aliado del ejército salvadoreño durante la guerra, comenzó una nueva etapa en los intentos por hacer valer los derechos de las víctimas. Por primera vez fueron reivindicadas ante los responsables de un aparato organizado de poder que ordenó, toleró y encubrió grandes atrocidades; además comenzó a hacerse más difícil para los altos jefes castrenses de entonces, eludir sus responsabilidades.
Con la condena de los generales Vides Casanova y García, inició el “turno del ofendido” anunciado por Roque Dalton. Esa parte de la historia tan anhelada y tan buscada por las víctimas, la del triunfo de la verdad y la justicia, ya comenzó a asomarse producto de su imaginación y sus esfuerzos.
Luego de ser y permanecer pisoteadas por el sistema en lo más profundo de su dignidad, ven hoy una luz esperanzadora: que los torturadores y asesinos junto a sus mentores, encubridores y facilitadores, están ya ante la posibilidad cierta de que terminen para ellos las comodidades de la impunidad que hasta ahora han disfrutado. Al reconocer la responsabilidad de estos militares, se señaló a la Fuerza Armada de El Salvador como una institución que violó de forma sistemática los derechos humanos y quedó desmentida la versión oficial de que fueron “actos aislados”. Es importante y positivo que en los Estados Unidos de América se asuma eso después de todo el daño que las administraciones de Ronald Regan y George Bush padre, sobre todo, le causaron al pueblo salvadoreño.
Sin embargo, resulta escandaloso que a estas alturas en nuestro país -cuyas autoridades se ufanan de conducir un Estado de Derecho - sólo cuatro honorables magistrados en la Sala de lo Constitucional del máximo tribunal junto a otras funcionarias y otros funcionarios excepcionales puedan plantarse ante las víctimas sin rubor, mirándolas a los ojos con el compromiso de cumplirles.
Es inaceptable que a casi dos décadas del fin de la guerra y después de todo lo que se ha invertido para hacerlo funcionar, no exista un buen sistema de justicia ni las personas con agallas suficientes para investigar hechos aberrantes y vergonzosos, constitutivos de verdaderos crímenes contra la humanidad. Ni siquiera honran su palabra empeñada y repetida cada vez que pueden del 1 de junio del 2009 en adelante, al incumplir obligaciones que como Estado tienen frente a decisiones emanadas de los organismos internacionales de protección de los derechos humanos. Esos son pasos necesarios que se resisten a dar. Pero más allá de las ataduras que han aceptado quienes aparentemente tienen en sus manos las riendas del país, por fortuna la justicia - como derecho y como valor- es universal y no habrá lugar ni ambiente que le impida sentar en el banquillo de los acusados a los criminales, sin importar el bando al que hayan pertenecido.
La historia da vueltas. Y en materia de graves violaciones de derechos humanos, es como el bumerang que regresa exacto al lugar de donde fue lanzado; sólo que con sus puntas al revés y en dirección de quien lo lanzó. Ha llegado el momento de la siega y, tal como pasó con el hombre que quiso escapar de la muerte, no importa donde se escondan los responsables de tanta atrocidad ocurrida en nuestro país ni la finura de los tejidos que hayan elaborado para enmarañar la verdad. Lo cierto es que la ignominia terminará siendo derrotada, pues tarde o temprano la honradez prevalecerá.
Para bien del pueblo, ya está irrumpiendo el “turno del ofendido”. Es la hora de comenzar a escribir la otra parte de la historia, con la luminosa tinta de las víctimas; la que borrará amnistías, perdones y olvidos impuestos, manejos publicitarios impulsados por quienes tienen los medios para ello y acusaciones inmerecidas contra las personas y los grupos que luchan por hacer valer sus derechos legítimos. Así caerá, por fin, el muro de impunidad. No se trata de venganza, sino de un auténtico proceso de paz y conciliación.
Cuando las instituciones busquen verdad, impartan justicia y reparen el daño causado a las víctimas −las de antes, durante y después de la guerra− podremos hablar con certeza de un El Salvador distinto. Sólo así existirá una democracia real en el país. Y la principal responsabilidad de su construcción, no deberá adjudicarse a los que firmaron acuerdos y ahora disfrutan el “descanso del guerrero”. No, por favor.
Será de las víctimas sobrevivientes y de las familias de las personas ejecutadas y desaparecidas que han declarado ante el Tribunal Internacional para la Aplicación de la Justicia Restaurativa en El Salvador, de las que han denunciado crímenes abominables en el sistema interamericano de derechos humanos y obtenido la condena del Estado salvadoreño en la Corte del mismo, de las que han presentado sus casos a una Fiscalía General de la República casi siempre inoperante.
El mérito será también de las niñas y los niños de El Mozote y el río Sumpul, asesinados junto a centenares de personas adultas de todas las edades; de quienes murieron en todos los rincones del país y de aquella gente que aún no aparece; de las personas que injustamente detenidas, fueron torturadas por sus captores; de las y los familiares de Roque Dalton, Mario Zamora, Patricia Cuéllar, Félix Ulloa, Francisco Ventura, Ramón Mauricio García Prieto, las hermanas Serrano y tantas más que retan al sistema nacional demandándole un correcto desempeño para derrotar la impunidad.
Cuando eso ocurra, las víctimas sabrán perdonar desde su generosa dignidad y en El Salvador se podrá hablar de una sociedad en paz. Así será cuando acá, parafraseando a Montesquieu, la justicia sea como la muerte: que nadie escape de ella.
(publicado en Contra Punto)
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