“La violencia en todas sus formas acarrea enormes pérdidas a la sociedad. En los 18 años que han transcurrido entre 1992, año en que se firmaron los Acuerdos de Paz, y el año 2009, han fallecido 59,842 personas a causa del homicidio. Esto equivale a 3,325 homicidios por año o 9.1 personas asesinadas por día, convirtiendo al homicidio en la primera causa de muerte en El Salvador en período del 2004 al 2008, superando a las muertes provocadas por accidentes de tránsito, infartos, neumonía, diabetes, etc.”. Eso dice un reciente e interesante trabajo de graduación elaborado por cuatro jóvenes estudiantes de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas” (UCA), que lleva por título “Acciones de la política de seguridad pública en El Salvador en el periodo de 1992 a 2009”.
Si a esa cifra -escandalosa pero cierta- se suman alrededor de cuatro mil víctimas mortales del 2010 y más del millar en lo que va del 2011, nuestro país en “paz” está por alcanzar la cantidad de ejecuciones producto de la violencia política y bélica durante esa terrible etapa del recién pasado siglo. De seguir así, en poco tiempo se habrá llegado a las setenta y cinco mil víctimas. En su inmensa mayoría, éstas pertenecen a la parte humana más despreciada por un modelo económico y político que sólo favorece a los dueños del país.
Opiniones van y vienen ante este nuestro drama nacional, sin encontrarle solución. ¿Por qué? Pues porque quienes deciden o pueden influir en las decisiones sobre el rumbo nacional, no piensan en la gente; no les interesa, aunque lo digan “del diente al labio”.
La llamada “clase política” y los gobiernos de la posguerra tienen una gran responsabilidad en que las cosas estén así, cierto. Pero más culpables son esos poderes económicos que los patrocinan y que, en su egoísta afán de tener más y más, pretenden seguir viajando en la “primera clase” de un país cuyo vuelo −de accidentarse de nuevo, como ocurrió dos veces en el siglo pasado− también se los llevará de encuentro; a menos que, cínicamente, algunos decidan apostarle de lleno a ser parte de la estructura del crimen organizado, que pudiera −tarde o temprano− tomar del todo las riendas del Estado. Si eso ocurre, sólo algunos se “salvarán” a costa del desastre general.
Pero también hay que voltear la mirada a eso que llaman “sociedad civil”: las universidades, las iglesias, los medios masivos de difusión -entre los cuales hay unos que sí informan y forman- y las organizaciones de diverso tipo que existen dentro de la misma. El “dejar hacer” y “dejar pasar”, el no señalar lo infame y no reclamar lo conveniente para las mayorías populares, el esperar que alguien nos traiga la “esperanza” y el “cambio” sin exigirle que cumpla sus promesas, el callar ante el uso abusivo de los bienes estatales, el permitir que unos pocos disfruten el “buen vivir” a costa del “mal común”… Con todo esto se peca por acción y también por omisión.
Hay que recordar que a Caín, el Señor le preguntó: “¿Dónde está tu hermano Abel?” Y el parricida contestó: “No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?”, tratando de evitar su responsabilidad. “¿Qué has hecho?”, le dijo el Señor. “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora pues, maldito eres de la tierra que ha abierto su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano”.
Como a Caín, esa es la interpelación que debe hacerse al país; especialmente a los que toman las grandes decisiones y de diversas formas son responsables de su ejecución. Hay quienes deberían temblar al escucharla y decidirse, de una vez por todas, a cambiar; sobre todo los poderes económicos, políticos, gubernamentales, mediáticos, eclesiales, académicos y sociales. Las víctimas sufrientes ven cómo estas fuerzas pretenden evadir sus responsabilidades. Y las que celebran la reciente canonización de Juan Pablo II, deben recordar lo que hace casi quince años les dijo aquí en El Salvador: “Para construir la paz en la justicia, para edificar la fraternidad y la reconciliación, el Redentor ha recorrido el camino opuesto a la violencia, a la soberbia, al egoísmo, a la lógica del poder, escogiendo la pobreza y el servicio”.
En medio de ese escenario doloroso y desafiante, se extrañan más las voces que -como la de Óscar Romero- denunciaban el mal con valentía desde su parcial opción preferencial por los derechos de las víctimas. Los líderes religiosos deben ganarse esa calidad más allá de los formalismos, saliendo en defensa de éstas que son el cuerpo de Cristo martirizado. Nuestro arzobispo santificado por los pueblos crucificados desde hace mucho, ante el cadáver del canciller Mauricio Borgonovo Pohl el 11 de mayo de 1977, proclamó el rechazo de la Iglesia a la violencia y su compromiso de estar con quien la sufre. “No pueden seguir viviendo tranquilos –sentenció− los que llevan la violencia a estos extremos horribles”.
Todos los poderes que por acción u omisión son responsables de los homicidios que siguen ocurriendo, corren el riesgo de terminar siendo vistos como los “sepulcros blanqueados” de nuestros días −así de fuerte es la palabra de Jesús− si no trabajan por alcanzar una paz sólida construida sobre la verdad y la justicia. Quienes son fieles a las enseñanzas de Romero entre las mayorías populares y la “sociedad civil”, deben exigir a los poderes que trabajen en serio para alcanzarla. Este pueblo no merece seguir padeciendo más.
Benjamín Cuéllar
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