La máquina de destruir gente
Publicado en Diario CoLatino, sección Opiniones del 4 de octubre del 2016
José María
Tojeira, S.J.
El sistema de atención a niños y jóvenes en el
Salvador es lo más parecido a una trituradora de gente, una máquina de destruir
o desechar personas. Comenzamos con la tasa de mortalidad infantil, que aunque
se ha reducido sensiblemente en los últimos años todavía es alta: En torno a las
16 muertes por cada mil niños nacidos vivos. Esta es una primera destrucción
evitable de vidas. En los primeros años de vida no aseguramos la debida
nutrición de los niños. Entre los seis meses y los cinco años se calcula que el
16% de los niños sufren algún grado de desnutrición. Con ello reducimos las
posibilidades de salud de estas personas junto con su desarrollo intelectual.
Entre los dos y los cuatro años el número de niños que asisten sistemáticamente
a un kinder no alcanza el 5%. Desaprovechamos la oportunidad de desarrollar la
inteligencia y las capacidades en una edad que la neurociencia considera clave
para el pleno desarrollo humano. En educación preescolar tenemos nada más al
50% de los niños. Seguimos ahí destruyendo posibilidades de integración
afectiva, socialización y desarrollo de capacidades tanto intelectuales como de
afiliación y recto manejo de los sentimientos. La deserción escolar en el
primer año de primaria marca un retraso en la educación que tiene consecuencias
en el propio desarrollo. En general la deserción escolar y la repetición del
grado va prolongándose a lo largo de los once años formales de educación. La
repetición es muy fuerte en el primer año y la deserción se acelera de nuevo en
los dos años de bachillerato. Si al año nacen aproximadamente en torno a los
120,000 niños, sólo el 25% de ellos terminarán el bachillerato a la edad
estipulada si hubieran seguido los ritmos normales del sistema educativo. En
general la repitencia, la deserción y el atraso repercute en las posibilidades
y en el desarrollo de capacidades del joven.
Al final, el futuro de la patria, como pomposamente
solemos llamar a los jóvenes, está sometido a una especie de trituradora de
personas en la que las piezas, ubicadas en la familia, en la sociedad, en el
sistema de salud y en la escuela, se llaman pobreza, violencia, baja calidad y
escasa cobertura educativa. Sólo los más afortunados salen adelante teniendo
perspectivas de futuro. Los demás están condenados a lo que llamamos la
transmisión intergeneracional de la pobreza. Y la culpa no es al final
personal, sino fruto de un esquema de funcionamiento económico, social e
institucional que impide de hecho el desarrollo de capacidades de nuestros
niños y jóvenes.
En el plan El Salvador Educado se enfoca este problema.
Pero los grandes medios de comunicación y la propia sociedad salvadoreña parece
más interesada en los pleitos políticos que en debatir los problemas de esta
máquina de destruir personas que es nuestra propia sociedad tal y como está
organizada de cara a la educación y cuidado de los niños. A pesar de tener una
buena legislación al respecto (la ley LEPINA), la implementación deja demasiado
que desear. Y los responsables somos los adultos en general, demasiado
distraídos en nuestras preocupaciones, cuando no en la ley del sálvese quien
pueda, corriendo hacia soluciones inmediatas e individuales, olvidando que los
niños requieren siempre soluciones de largo plazo para llegar a un futuro mejor
que el de sus padres. Que un niño muera en el primer año de su existencia puede
deberse a la baja cobertura nacional del sistema de salud, aunque la cobertura
haya crecido en los últimos años. La baja asistencia y la inexistencia de un
sistema de educación infantil en los primeros años se le pueden achacar al
Estado. La repitencia y deserción puede deberse a padres irresponsables o a
maestros de baja calidad. Pero el conjunto de situaciones y sistemas que
termina excluyendo o dificultando seriamente las posibilidades de una vida
digna al 75% de nuestra población desde el nacimiento es culpa y
responsabilidad de todos.
Los números están ahí. Los mismos números, o
parecidos, de los que el presidente de ANEP decía que determinaban el salario
mínimo. En ese caso son los números de los poderosos los que fijan salarios de hambre.
Pero en el caso de este sistema de formación del niño que excluye y margina,
incapacita y dificulta el desarrollo, los números son responsabilidad de todos
los que nos llamamos salvadoreños. ¿Nos gusta esa máquina de destruir gente?
¿Por qué seguimos con ella? Nos preocupamos demasiado de las maras y demasiado
poco de un sistema que siempre, mientras exista, producirá tensión social,
violencia y desesperanza. ¿Es eso lo que queremos? ¿Es imposible cambiarlo? ¿No
es posible comenzar a hablar con seriedad sobre ese tema? Cuando uno ve la
máquina de matar que insensiblemente tenemos montada en el país, y la propia
lentitud con la que encaramos el problema, no podemos menos que pensar que algo
falla en nuestro patriotismo y en nuestra propia conciencia de humanidad.
Y sí, hay
que insistir. La organización de la salud y la educación, la transmisión
intergeneracional de culturas machistas, corruptas y mágicas, son máquinas de
matar. Como lo es el sistema económico vigente, con los salarios mínimos de
vergüenza incluidos. Las máquinas de matar no se cambian de un plumazo.
Necesitan tiempo, para irlas convirtiendo en maquinaria que funcione a favor de
la vida. Es necesario tener políticas básicas que reflejen acuerdos nacionales,
tomar decisiones y mantenerlas, dar el tiempo necesario para asegurar que la
vida florece y se perpetúa a través de la calidad de las instituciones. Algo se
ha avanzado en el siglo XX a favor de la vida. Pero la institucionalidad social
es todavía tan elitista, tan reservada a una cuarta parte de la población, que
se la debe considerar todavía como máquina de matar. Mientras no caigamos en la
cuenta de ello seguiremos poniendo parches en una maquinaria obsoleta. Sólo la
conciencia genera cambios. Y los políticos, que deberían generar conciencia de
la realidad, de momento están más preocupados por conservar o conseguir el
poder e insultarse mutuamente para ganar provecho. Así, y más en tiempo de
crisis, perdemos tiempo. Y nos volvemos cómplices de la máquina de matar.
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