Subir una grada, cruzar una calle o hablar con otra persona son hechos tan comunes que nadie se percata de lo que se necesita para que ocurran. La vida social está ordenada pensando en que todos y todas pueden movilizarse y usar sus sentidos sin ningún problema. Eso es lo “normal”. Hay, sin embargo, un considerable número de personas que enfrentan dificultades para hacerlo. Según el VI Censo de Población, en El Salvador hay 235,302 personas con discapacidad. La mayoría están en edad productiva. Para ellas la infraestructura es un obstáculo, pero también lo es la mentalidad de esta sociedad y la discriminación de la que son víctimas.
Existe en el país la obligación de que cada empresa contrate al menos a una persona con discapacidad por cada veinticinco empleadas. Eso no se cumple. Pero la misma Ley de equiparación de oportunidades para las personas con discapacidad que obliga, impone una multa que invita a desobedecer: sólo $57.71 dólares. Eso, en la cabeza de quien las percibe como carga, es preferible a tenerlas en su grupo de trabajo. Lo mismo ocurre en las escuelas. Se prefiere ignorarlas y decir que no pueden facilitarles las condiciones necesarias para que estudien. No se construyen rampas para movilizarse en los centros escolares, entrar a las aulas y al resto de espacios; no hay intérpretes para personas sordas, textos en braille y no se capacita al magisterio para educar con equidad.
Pero no sólo se debe avanzar en eso. Es necesario que las acciones para incluirlas dejen de verse como caridades u obras de altruismo, pues es su derecho. Las personas ciegas, sordas en sillas de ruedas o con deficiencias intelectuales también tienen derecho a la educación, a la salud, a una vivienda digna, a la información, a la cultura, al entretenimiento y al trabajo. En dos palabras: a vivir. Todo lo que límite el goce de sus derechos es un incumplimiento del Estado a sus compromisos internacionales, pero también a su razón de ser: la persona humana y su bienestar.
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