miércoles, 18 de noviembre de 2009

SER UN DISCÍPULO

“¡Sería tan irracional que me matasen! No he hecho nada malo”, dijo Ignacio Ellacuría a un periodista catalán cuando le preguntó si tenía miedo. La entrevista se publicó en España un día antes que el batallón “Atlacatl” entrara a la UCA para ejecutarlo junto a cinco jesuitas más, Julia Elba Ramos y Celina Mariceth, su hija. Fue un acto irracional para la gente decente. Ni ellas, ni los Ignacios, Segundo, Juan Ramón, Lolo y Amando habían hecho algo “malo” para morir así. Los sacerdotes fueron asesinados por exigir respeto para mujeres como las que compartieron su martirio, dignas representantes de un pueblo que sufría las consecuencias de las políticas criminales del régimen de turno.

Es justo que estas buenas personas reciban ahora la máxima condecoración que el Estado salvadoreño entrega: la Orden Nacional José Matías Delgado”. Y es necesario rescatar el valor de esa distinción tan depreciada por jefes de Estado anteriores. Se la dieron a un animador televisivo mexicano, sin que hiciera méritos extraordinarios. También a los cubanos estadounidenses, padrinos de Luis Posada Carriles, y al generalísimo Francisco Franco. Entregarla hoy a quienes aportaron al avance científico y académico del país a su democratización, al respeto de los derechos humanos y la defensa de las víctimas de la represión y la guerra, comienza a devolverle su brillo.

La frase de Ellacuría también puede aplicarse a todas las víctimas civiles salvadoreñas. Ninguna había hecho “nada malo”. Las y los mártires de la UCA murieron a manos del mismo batallón que ejecutó la masacre de El Mozote, donde asesinaron centenares de niñas y niños. Por eso, la condecoración que recibieron debe extenderse a la gente por la cual entregaron su vida.

Pero la Orden Nacional no salda la deuda con la verdad, la justicia y la memoria. Retirar el “velo espeso de oscuridad y mentiras para dejar entrar la luz de la justicia y la verdad”, como afirmó el presidente Mauricio Funes, requiere más que un acto honorífico. Un segundo paso sería señalar –con nombre y apellido– a los autores de estas y otras graveas violaciones de derechos humanos. Luego, tendría que derogarse la amnistía sin alegar que no le corresponde al Ejecutivo. Si logró que le aprobaran el Presupuesto, también puede conseguir esto usando su iniciativa de ley. Buscar a las personas desaparecidas, es otra tarea pendiente.

Esas y otras son medidas que debe impulsar el jefe de Estado, para ser un verdadero discípulo de los jesuitas masacrados. El camino está claro: es el de los once seguidores más cercanos de Jesús que continuaron su obra comprometidos con los más pobres, lavándoles sus pies, sanando sus heridas con verdad y justicia. Y ahí no hay donde perderse.

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